miércoles, 28 de julio de 2010

AMOR LÍQUIDO

El sociólogo polaco Zygmunt Bauman continúa con su era líquida pero de análisis espeso. Amor líquido desmenuza y digiere las relaciones sentimentales afectadas por la vorágine del siglo XXI, redefinidas por las tecnologías y la polarización que el sistema capitalista genera. Términos que suplantan los ya establecidos. Conexiones por compromiso, y la nueva solidaridad a cambio de beneficios junto a la elección de amistades como acciones de una bolsa de valores: llena de especulaciones a futuro. En fin, la mera realidad actual, -aunque no nos guste-.

Bauman desnuda a la modernidad y deja pensando al lector que irremediablemente cae en la conclusión de que es uno mas del montón y que se quiera o no, se es cómplice de este circulo cerrado donde el mercado dicta lo que es necesario e impone las condiciones y efectos a tener en cuenta a la hora de tomar una decisión en nuestras vidas.

Nuevos modelos de consumo que generan la exclusión de todo aquel que adquisitivamente es inferior a los estereotipos actuales y las secuelas sociales que se generan a raíz de esto. El autor avanza con su óptica particular, la de un hombre que ha enseñado filosofía y sociología en las universidades de Varsovia hasta que el Comunismo lo corrió y giró por Estados Unidos, Israel y Canadá decidiéndose por anclar en Inglaterra y mudar su cátedra a la Universidad de Leeds.

Amor líquido analiza los tiempos que corren y aporta al lector una reflexión posible que intenta advertir al individuo sobre las consecuencias y resultados de respirar en el ecosistema capitalista del 2000. Lo demás es cosa tuya. No pediste venir a este mundo pero estas en el baile y tenes que bailar –o no-. Eso sólo depende de vos. Bauman analiza la forma global de las relaciones y la fragilidad de los vínculos humanos, dentro de un mundo globalizado. Consumistas abstenerse. Bancate ese defecto.

jueves, 15 de julio de 2010

PENSAR EN UNO


Daniela se fue enojada por la situación aunque en el fondo la cosa iba contra mí: me dijo que era un egoísta. En realidad maquilló la bronca con una frase común. Recuerdo como si fuera ayer el momento exacto en que la escuché. Se le endureció el mentón porque tuvo que apretar el Beldent entre los molares y disparó: “sólo pensás en vos”. Después, al tiempo que suspiraba, fijó la vista en él dedo índice que golpeaba el filtro del cigarrillo, para hacer caer dentro de la chapita de cerveza las últimas cenizas del Virginia. Me había mudado hace poco y no tenía cenicero.

Traté de decirle que la cosa no era para tanto, que tenía solución. Pero el aire se corto durante algunos segundos con un silencio prolongado y a mí no me salió otra cosa que agarrar las llaves que estaban sobre la mesa para bajar a abrirle. Fue la última vez que la vi. Me quedó patente una imagen: Daniela cruzando Bonpland y yo mirándola detrás del vidrio polarizado del palier. Sus zapatos negros haciendo ruido contra el hormigón caliente de diciembre y la carterita azabache balanceándose de forma histérica sobre el hombro derecho apenas descubierto. Tenía ese vestido verde que le hacía linda cola y dejaba que la bombacha se le marcara en los puntos claves: donde la espalda y la cintura se empiezan a dividir la anatomía, y después más abajo, donde ya no se divide nada porque ya se dividió todo.

Con Daniela cogíamos lindo y de todos los costados. Estábamos de novio hace tiempo. Ella algo más de dos años con un tipo de Adrogué. Yo cerca de cuatro con Florencia. Así que además de lindo y diverso, también garchábamos clandestino. Teníamos piel, porque dejábamos lo común para nuestras parejas y la adrenalina para los miércoles a la noche que era el día en que nos veíamos.

Nos habíamos conocido hace tiempo en un after hour que un amigo en común hizo en su depto de Recoleta. Yo tenía mal aliento, me acerqué a pedirle un chicle y por esas casualidades de la vida, dos horas después mi aliento había pasado de ser malo a inexistente, y el chicle, de mi boca a la mesita de luz de un telo por la calle Conde. Ese día pagó ella y nos dieron la habitación 14. Podría decir muchas cosas de Daniela, pero lo primero que me viene a la cabeza cuando pienso en ella es la palabra “predisposición”. Porque Daniela tenía eso “predisposición para el sexo”. Era fanática, exigente y además innovadora. De esas mujeres que se dejan llevar por el instinto para coger en los lugares más absurdos y que cuando volvés a verla te recuerda lo que hicieron la última vez, con una mezcla de rencor y melancolía. No era una persona atractiva y mucho menos simpática, pero a esas carencias las suplían muy bien sus tetas a las que no hacen falta describirlas porque se definen con la palabra increíble. Daniela tenía unas tetas increíbles.

Ella trabajaba desde hace diez años en un outlet de ropa interior para mujeres que quedaba por la calle Córdoba. Era la mano derecha de la dueña y su persona de confianza. No había hecho grandes méritos para eso. Tenía la suerte de ser la hija de la mejor amiga de la jefa y con eso le bastaba para tener un sueldo más alto que el resto de los empleados, cosa que levantaba recelo y competencia entre sus compañeros de trabajo. Aunque me fumaba su novelita laboral de post garche: lo que decía de ella fulana, lo mal que la miraba mengana, a mí eso nunca me importó demasiado. Sólo me dedicaba a buscarla todos los miércoles por el negocio para de ahí ir a su telo preferido, el de la calle Conde. Teníamos un trato: por honor o algo parecido, a mí no me gustaba ir siempre de arriba y habíamos decidido que cada semana por medio, yo me haga cargo de la salida. Así que los miércoles que me correspondía, ella me pasaba a buscar a mí por placita Almagro y nos internábamos en un telo de Constitución, que era más acorde a lo que mi trabajo como delivery de una pizzería podía bancar. De paso, la variante servía para estimular la mente y al mismo tiempo ventilar nuestra relación.

Si bien la gota que rebalsó el vaso fue cerca de fin de año, creo que lo nuestro empezó a derrumbarse el primer miércoles de julio. Yo pasé a buscarla por el negocio quince minutos antes de lo usual y ella me abrió semidesnuda. Estaba probándose un conjuntito interior de encaje blanco que le calzaba tatuado, con un corpiño que le levantaba las tetas y hacía que la cadenita que su papá le regalo para los 15 se confundiera entre la piel de gallina y los pezones que estaban duros por andar descalza. “No te esperaba antes de las nueve”, dijo. Y fue lo único que le escuché decir esa noche. Nos quedamos imantados entre culotes y portaligas, cogiendo hasta la madrugada con mi cara entre sus gomas, besándoselas frente a la miraba fija de Araceli González y Jésica Cirio en un poster de Caro Cuore. Habíamos probado el dulce.

Cuando terminamos nos quedamos abrazados entre prendas de distintos tonos de negro hasta que se hicieron las seis de la mañana y volví caminando para Almagro. Tenía cada una de las extremidades de mi cuerpo totalmente relajadas y durante todo el jueves sentí cosquilleos por distintos partes que a medida que entraba la noche fueron aumentando su intensidad. Pero los días que siguieron fueron distintos a los anteriores. Desde que frecuentaba “cashual” con Daniela, nunca había tenido tanta ansiedad por verla. Vivía esos días repasando cada uno de los momentos del último miércoles, que se habían grabado en mi cabeza con la misma fuerza que se sellan las mejores escenas de una película preferida.

Algo de místico tenía ese lugar. Las fotos de modelos en bombachas de lycra y corpiños con push up, los maniquíes en baby doll. Todo parecía pensado para estimular en mí un orgasmo eterno. Como quería volver a estar ahí, decidí cancelar el trato que tenía con Daniela y al miércoles siguiente, sin previo aviso la pasé a buscar por el negocio antes de lo estipulado. Ese día, Daniela me atendió con un body rojo y no había terminado de cerrar la puerta que ya la estaba desvistiendo contra la caja registradora. Cogimos de dorapa, pegados al frío de la pared verde agua y al calor de una estufita a kerosene, con sus piernas atenazándome a la altura de la espalda y su boca mordiéndome la cara y el cuello. Era una de sus formas de demostrar que la estaba pasando bien. La otra era regalarme la ropa interior que usábamos para coger.

Como estábamos garchando mejor que antes, de a poco nos fuimos apropiando del lugar y dejando de lado el hotel de la calle Conde y el de Constitución. Fue algo que se dio de forma inconsciente después de la primera vez. Nos gustaba quedarnos toda la noche así, con los corpiños colgados como serpentinas de los estantes de madera y las tangas enroscadas en nuestras cabezas como vinchas. Le poníamos garra a la situación. Al principio no podía reprimir mis ganas de cogerla ni bien la veía. Pero con el tiempo nos tomábamos el trabajo de decorar el ambiente, cosa que me calentaba mucho. Después, cerca de las 6 de la mañana caminaba hasta Córdoba y Medrano para tomarme el 151 y volvía para casa olfateando las distintas prendas que me llevaba de trofeo, hasta que me dormía con la boca abierta, la cabeza pegada a la ventanilla y las tangas en la mano.
A medida que pasaban las semanas, mi colección aumentaba. Tenía un verdadero museo de la ropa interior que escondía en la caja de un televisor viejo los días en que Florencia venía a casa y me veía en la obligación de tirar un cable a tierra. Porque las veces que estaba solo, vivía con las bombachas y corpiños de Daniela desparramados por toda la casa. Del ventilador solían colgar dos portaligas negros y un body violeta. Del picaporte de la puerta del baño un corpiño de encaje negro que se había desgarrado una noche en que tuvimos sexo violento. Y así sucesivamente. Por donde mirara había prendas de mujer. Hasta había suplantado los repasadores por baby dolls y la ballerina por culotes.

Pensaba todo el día en bombachas. Veía colaless por todos lados. Soñaba con corpiños y portaligas que tenían vida propia y me llamaban por mi nombre. De hecho, una vez salí a comer a una parrillita de San Telmo con Florencia y me pasé toda la cena doblando las servilletas de tela hasta convertirlas en tangas y culotes. No sólo las dos que había en nuestra mesa, sino también las que estaban en las mesas vecinas. Las doblaba y las olía con la mirada perdida en algún punto blanco. Al principio, Florencia me miraba y festejaba la ocurrencia con algunas risas pero después se asusto de forma tal que se puso a llorar, sobre todo cuando putié al mozo porque no me traía más servilletas y el dueño nos echó del lugar.
La situación había llegado demasiado lejos y todo terminó de forma abrupta aquel miércoles 16 de diciembre. El factor que desató la debacle fue mi mudanza. Como de costumbre fui a mi encuentro semanal con Daniela en el outlet, aunque esa vez llegué un poco más tarde de las nueve. Había estado todo el día cargando muebles pesados y electrodomésticos porque dejaba mi departamento de Almagro por uno de Villa Crespo, que era más barato aunque menos espacioso. La mudanza había sido un éxito y si bien me había llevado algo más de cinco horas, en un día ya estaba viviendo en mi nuevo monoambiente con agua, luz, y gas instalados. El único detalle negativo –si se quiere ser puntilloso- fue que me olvidé el cenicero en mi depto de Almagro. Salvo eso, todo había resultado a la perfección.

Entonces sucedió. Eran casi las diez cuando Daniela me abrió la puerta del negocio con un baby doll azul eléctrico y yo volví a sentir el mismo cosquilleo de siempre, esta vez subiéndome desde la planta de los pies hasta la punta de la pija. El rally fue inevitable. De todas formas, en todos lados. Por atrás en el baño. Con ella encima mío sobre la alfombra de los vestidores. De parado junto al mostrador. La lujuria llegó al éxtasis tal que sin dudarlo nos travestimos. Daniela se puso mi remera y mi jean y yo me calcé su baby doll. Me quedaba ajustado en todas partes, menos en el pecho. El encaje me hacía transpirar más de la cuenta pero disfrutaba verme en esa situación, con los pelos de las axilas confundidos entre las tiritas y el bretel pellizcándome la espalda. Me gustaba cada tanto relojear uno de los espejos y confirmar en los posters que las modelitos adolescentes seguían de cómplices junto a sus poses pseudo infantiles y porno. Me sacaba que Daniela me gritara al oído que la cogiera como dios mandaba. Que me preguntara si eso era todo lo que tenía para ofrecer. Que me chicaneara diciéndome que parecía que el que tenía diez años más era yo y no ella, y no sé qué otras cosas más.

Garchamos más de tres horas y después del cuarto polvo ya no me acordaba más nada. Tenía una sobredosis de ropa interior con los géneros y colores más impensados. Y así me desmayé, en esa postal, acostado entre bombachas de seda y culotes de algodón. Olfateando el baby doll azul eléctrico con una media sonrisa que dejaba entrever algunos de mis dientes. Caí en un sueño profundo de coma inducido, escuchando voces del más allá, flasheando que las mujeres ya no usaban ropa, ahora salían a la calle con portaligas y vivían todas juntas en distintos barrios porteños que tenían nombres de marcas conocidas dentro del rubro. “Palermo Caro Cuore”, “Belgrano Selú”, “Balvanera Cocot”.
En ese letargo estaba cuando una voz de mujer me volvió a la realidad. Me decían “despertate nene” y yo entre dormido le respondía a Daniela que espere, que otra vez no, que hoy estaba muy cansado para seguir cogiendo hasta cuando se le antojara. Que me perdone.
Pero no me perdonó. O no nos perdonaron. Porque cuando abrí los ojos, Daniela estaba en segundo plano con las manos en la boca, los ojos abiertos y las lágrimas cayéndole por las mejillas coloradas del sexo. Y su jefa con la mano extendida sosteniendo mi pantalón decía “vestite y andate” y después hizo extensiva la orden hacia Daniela agregándole la excepción de que mañana pasara a buscar la liquidación final de su sueldo.

Ese día volvimos en taxi para mi nuevo depto. Estaba un poco triste porque en el apuro, no pude manotear el baby doll. Ambos mantuvimos la mirada fija sobre el respaldar del asiento de adelante y no dijimos ni una palabra. En casa, nos sentamos uno frente al otro. Yo me agarraba la cabeza y Daniela mascaba chicle mientras fumaba sin parar, tirando las cenizas en una chapita de cerveza. El silencio lo rompió ella.

- Esto no da para más.

Aunque sabía que era así. Traté de decirle que ella tenía experiencia y que no iba a pasar mucho tiempo hasta que encuentre un nuevo trabajo. “¿Por qué no aprovechamos esta mañana hermosa y cogemos hasta desmayarnos, Dani? Tengo todo un museo de ropa interior que te queda tatuada”, agregué. Pero se hizo otro silencio, el rostro se le puso tenso y me dijo que yo sólo pensaba en mí. Al rato estaba furiosa cruzando Bonpland con su vestidito verde. Yo me quedé mirándole el culo desde el palier y de a poco la vi perdiéndose entre la gente.