lunes, 13 de septiembre de 2010

OPCIÓN BACHILLERATO O EL FANTASMA DEL FRACASO ESCOLAR


A un costado de Barracas, sobre la calle Lafayette, pasando las rejas blancas, al final de las escaleras del patio principal, diez chicos gritan y corren. Son hijos de los alumnos de la escuela República de Haití. Juegan en los pasillos y cada tanto interrumpen las clases. Desafían las miradas de los profesores que se les clavan en los ojos, y las amenazas de los más grandes que les dicen que no jodan, que no es momento, que ya van a ver cuando lleguen a sus casas.

Todos los días pasadas las seis de la tarde la escuela cambia de piel y se transforma en el bachillerato popular de la villa 21-24. Las rejas se cierran y sólo se entra si la cara del que toca el timbre le es familiar al guardia de seguridad. Hay vasos de plástico llenos de yerba, cucharas de metal forradas de azúcar y silencios que celulares con reggaetón se encargan de romper, amparados en la excusa de que se espera un llamado importante.

Los primeros bachilleratos aparecieron por el año 2001 en fábricas recuperadas y de a poco se multiplicaron a las escuelas nocturnas. Hoy en Buenos Aires y el conurbano hay más de cuarenta, y tan sólo en el de la escuela República de Haití, alrededor de 150 apellidos llenan por día sus registros. A diferencia de las escuelas públicas y privadas, sus docentes no entran por concurso, ni tienen salario y financiamiento del Estado. Todo, incluso las tizas y fotocopias es bancado por los propios profesores.

Desde adolescentes de 18 hasta adultos de 50, se mezclan en los pasillos del bachi con el único fin de ser alguien, de estudiar para terminar el secundario y conseguir el trabajo que les permita parar la olla. La mayoría de los que están acá empezaron por el boca en boca dentro de la villa. Así llegó Lili cuando se decidió a terminar la secundaria.

- Por puras ganas de superarme, nomás.

Dice, y por el frío aplasta las manos entre sus piernas y el banco.

Liliana Salinas está por cumplir cuarenta años y hace dos que terminó el bachi. Le gusta tomar mate dulce, escuchar vallenato y usar el pelo suelto. Tiene un flequillo que le tapa la frente, ojos negros achinados y está sentada sobre un banco en una de las tantas aulas vacías, con la mirada fija en el pizarrón. Vista desde afuera parece hipnotizada pero sólo piensa en ese martes de junio de 1980, cuando ganó el concurso de trabalenguas de la escuela.

Se acuerda con detalles ese día porque fue uno de los más felices de su infancia. Como siempre, se peinó frente al espejo del botiquín del baño, mirando de reojo a su abuela. Se hizo las dos colitas bien altas, para que las trenzas le sobrepasaran la cabeza y todos vieran que los elásticos blancos combinaban con el guardapolvo reluciente. Después metió dentro del portafolio de cuero marrón, la cartuchera de madera que su abuelo le regaló y caminó por el pasillo de tierra entre la casa de material y la huerta, practicando los trabalenguas para adentro. Le quedó patente la forma torpe y lenta con que la maestra estiraba la mano por sobre uno de los pupitres para entregarle su premio: un sacapuntas y un lápiz. Todos la aplaudieron y ella sentada en el medio del aula, rió entre nerviosa y arrogante.

Lili olvidó todo lo que vino después. Le cuesta el detalle del día en que su madre golpeó la puerta de la casa de su abuela en González Catan y se la llevó a vivir junto a ella. Lo que sí sabe, es que antes de diciembre, dejó el colegio para dedicarse a cuidar a sus hermanitos y también el rancho del barrio Dorrego, por una casilla rodante en el “Arroyo Las Víboras”.

Con el tiempo se casó, tuvo hijos y volvió a postergar la secundaria para principios del 2007. El mismo año en que su hija Ana de dieciséis quedó embarazada y Lili se tomó un cóctel de antidepresivos y somníferos que la internaron en la clínica Dharma de Parque Patricios. Sintió que el fracaso se le venía encima otra vez. Siempre le dijo que primero terminara el secundario y después hiciera lo que se le cantara. Quería que Ana fuera alguien en la vida.

Para cuando las cosas se acomodaron, volvió a tomar mate dulce en la villa, a escuchar vallenato, perdonó la traición de Ana y su nieto se transformó en su debilidad. Lo que nunca se perdonó Lili, es haber perdido el año escolar del bachillerato.

- Porque lo más importante es terminar el secundario y después sí, hacer lo que a uno se le antoja.


La alumna 10

Cuando Sandra Borja pisó el suelo de la villa 21, nunca se imaginó que se quedaría a vivir. Tenía el secundario completo, estaba embarazada de su tercer hijo y su esposo la esperaba en el norte chico de Lima. Las cosas no andaban bien en el Perú y vio en Argentina más comodidades y expectativas de crecer. Llamó a Víctor para que se viniera, dejó de lado el título del secundario que hizo en la escuela Ventura Ccalamaqui de Barranca y se dedicó a sus hijos. Y de vez en cuando, confiesa, a leer el diccionario para aprenderse de memoria palabras que desconocía.

Lo hacía porque sentía que perdía el tiempo. Cuando por la villa escuchaba que la hija del vecino había terminado el secundario y se ponía a estudiar una carrera, ella se moría de envidia porque sabía que a su edad, podría ser otra cosa, tener un título bajo el brazo. Por eso se aferró a una muletilla: “Para estudiar no hay edad” y se prometió a sí misma volver al colegio, ser la mejor del aula.

En clase, Sandra levanta la mano seguido y opina sobre lo que se hable. Es de todas las alumnas la única que no toma mate. Tiene dos aros que no son del mismo par y hoy lleva puesta una remera azul que dice Machu Pichu. Está sentada de cara a cuatro compañeras que la escuchan con atención y siguen sus gestos como si vieran un partido de ping pong. La escuchan, en parte porque se hace dueña de la palabra y en parte, según ella, porque es la que más sabe de la clase y la que más rápido entiende las cosas.

Sandra se mete en el papel de líder, habla pausadamente, pone en caja a sus pares y cada tanto se da vuelta para dirigirle miradas amenazantes al grupo de compañeros que están a su izquierda y no paran de reírse. La saca que no escuchen al profesor.

- Es una falta total de respeto.

A Sandra cualquier interrupción de la clase le amerita un chistido, o en el peor de los casos, una mirada seria, penetrante. De esa forma miró a su hijo, cuando le dijo que su novia estaba embarazada y quería dejar el colegio para ponerse a trabajar. Ella estaba en su casa, la número 45 de la Manzana 28 bis de la villa 21, y ese día el mundo se le vino abajo. Siempre le dijo que se cuidara, que primero terminara el secundario y después hiciera su vida porque de lo contrario le iba a dar flojera. La misma flojera que tuvo ella cuando a su edad lo tuvo a él.


Opción Bachillerato

De lunes a viernes, gente adulta -y no tanto- llegan de sus trabajos con las caras cansadas y las mochilas sobre los hombros y se transforman en alumnos por tres horas. Para recibirse de Bachiller, cada uno de ellos debe pasar por tres años. Sandra está en 2°. Ahora no levanta la mano, ahora tiene la cabeza gacha y anota con una lapicera astillada por los nervios vaya a saber uno qué. Agarra una goma y se queja del ruido que viene desde la calle, donde pocas luces alumbran la vereda de la escuela y pibes con gorra charlan para matar el tiempo que llevan esperando a sus novias.

También está Lili, ya no como alumna y ni siquiera como egresada. Ahora es Secretaria del primer año y lleva bajo su brazo derecho el registro. Camina sacando pecho hasta que empuja la puerta del aula y sin pedir permiso entra. Se acomoda el flequillo, golpea la Bic contra un pupitre y dice “Acosta”.

- Presente.

Le responden. Y ella pone una P gigante al lado del apellido. Con Salcedo termina de pasar lista. Toma asiento, apoya la cabeza contra una de las paredes y entre grafittis de liquid paper y marcadores negros que juran amor eterno, se queja porque hoy son nueve los que faltaron.

- Primero hay que terminar el secundario y después hay que hacer lo que uno quiera.

Dice, justo en el momento exacto en que el timbre del primer recreo suena y se queda rebotando entre los pasillos hasta perderse en un eco.

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