miércoles, 18 de febrero de 2009

DISCO BABE DISCO


En el dorso del libro “Las intermitencias de la muerte” del portugués Saramago, la sinopsis alega que la obra bien podría terminar tal como empieza: «Al día siguiente no murió nadie». Bien, pues yo podría decir lo mismo de este ensayo, aunque carezca de la lucidez de José. Entonces acá va: Este ensayo bien podría terminar como empieza, porque si hay algo de lo que estoy convencido es que la idea nietzscheana de que la historia se repite y dentro de ella no hay evolución posible, parece ser la base sobre la que se asientan las relaciones y el suicidio en masa que la sociedad adoptó para este nuevo siglo. Así que desde ya les aviso que esto va a terminar como empieza. Por ende, les cagué el final.

Vivimos condenados al eterno retorno. En mi caso en particular, tengo que confesar que soy alguien al que le gusta repetirse en la puta costumbre de dar segundas oportunidades. Miento. Mucho más que eso, he llegado a dar hasta tres o cuatro oportunidades, porque si hay otra cosa de la cual estoy convencido es que el ser humano es contradictorio por naturaleza y por ende propenso a equivocarse una y otra vez y en efecto a repetirse tambíén en el error.
Además, todo sabemos la tan famosa frase “errar es humano y perdonar es divino” y de ahí en adelante todos sus derivados y misceláneas. Supongo que esto, no nos hace ni mejores, ni peores personas, a veces nos hace un tanto predecibles y otras un tanto pelotudos, aunque el juzgamiento puede variar si se tiene en cuenta el resultado que esa repetición acarreó, pero como también se sabe de sobra, con el diario del lunes todos la tenemos mas grande que el domingo.

Pero bueno, no era esto puntualmente a lo que quería apuntar. En fin, como decía, me gusta volver a ver de cerca la posibilidad del error y si es posible -con mucho viento a favor- ver como el mismo se supera o modifica.
Lamentablemente, pocas veces fui testigo de eso, pero como todo buen repetidor y dador de segundas oportunidades, siempre creo que la próxima vez va a ser la última vez que daré esa oportunidad, y a su vez, que la última vez que la di, fue la última vez que salió mal. Si a esto le agregamos que como todo buen soñador, creo que los destinos –como las personas y los lugares- pueden cambiar su esencia y sus cromosomas, el cóctel termina siendo explosivo y la úlcera más grande aún, porque el resultado que de la repetición se espera, es inversamente proporcional al que se obtiene, pero el chiste de la tragedia consiste en creer que eso nunca va a ser así.

Por eso, un buen fin de semana de este verano me fui con mis amigos a Mar del Plata y decidí darle revancha a una idea estereotipada de raíz. Decidí darle una segunda oportunidad a la concepción repulsiva que a lo largo de mi experiencia de bar, le tomé a los boliches bailables.

Para tal fin, fuimos a Sobremonte, un predio con varios metros cuadrados para respirar, pero que luego de las dos de la mañana se vuelve una irrazonable restricción a la libertad personal y pública. Por todo eso, -aunque parezca mentira- la gente paga cincuenta pesos por cabeza más gastos adicionales en bebidas y otras yerbas.

Las paradoja que asegura el éxito de lugares así, radica en que lo que la gente aborrece de la boca para afuera, con el correr de las horas y un poco de alcohol, se termina transformando en el objetivo por el cual va a sacar plata de su bolsillo. En la playa, la gente quiere tranquilidad, en la ciudad la gente se queja de los embotellamientos y la falta de privacidad, si hace calor se quejan porque falta el aire, pero inversamente, la masa elige lugares como Sobremonte para rebalsarlo y después fastidiarse por que no hay un centímetro libre para poder respirar así, algo mas que la cuota de oxígeno que a modo de consumición le toca con la entrada.

Pero hay otra cuestión de fondo que también me llevó ahí, la misma es que desde hace tiempo vengo estudiando el comportamiento de la gente que consume música electrónica. Me asombra como una manada de personas puede soportar por más de tres horas el ritmo incesante de un disco a revoluciones exageradas que se condensa con otro disco a la misma velocidad, y así sucesivamente. Y sinceramente, me rehúso a los que dicen que sólo eso puede ser factible por el consumo de éxtasis.

Esa noche en Sobremonte tocaba un DJ que se hacía llamar Zuker, hasta ahí, el único Zuker que conocía era un delantero croata que la rompió en el mundial del Francia 98 y que estuvo en la despedida de Maradona en la Bombonera.

En fin, rodeado de adolescentes y adultos resignados a resistir el paso del tiempo a cualquier precio, fui testigo de una aglomeración de neuronas que apuntan con el dedo al tipo en cuestión y se muerden los labios simulando un orgasmo. Pequeñas tribus de gente con anteojos de sol -¿Por qué usan anteojos de sol en un boliche a la noche?- manteniendo el mismo paso por horas y horas consecutivas, como pequeños relojes de precisión suiza. La experiencia no me sirvió de nada porque todavía sigo sin entenderlo, no es algo que me pueda llegar a cambiar la vida que logre racionalizarlo o no, pero tampoco es bueno andar con dudas por la vida. En fin, otra vez será.

Antes de que esto acabe quisiera exponer otra cosa que me quedó retumbando en mi cabeza tras mi último paso por un boliche: ¿por qué cada vez más la gente quiere socializarse menos, pero elige lugares de socialización y muchedumbre para hacer todo lo contrario? ¿Será la mejor de las revoluciones a la que se puede aspirar? ¿O estamos ante una nueva contracultura? Personalmente, creo que es el peor de los gataflorismos que aflora después de las dos de la mañana y el tercer trago.

A los jerarcas de Sobremonte no les importa eso, tampoco parece haber registro de algo que sucedió el 30 de diciembre del 2004 en un lugar llamado Cromañon.

A mediados de los 70, en Inglaterra nacieron los Sex Pistols. Su single "God Save the Queen" de 1977 fue calificado como un ataque a la Corona y al nacionalismo británico. Tenían un sentido y una dirección, querían decir algo a los mandatarios ingleses y a la Reina Isabel II, veían a la juventud de su país dormida, comercial y superflua. ¿Acaso no somos eso? La misma juventud que los Sex Pistols vieron en algunas generaciones atrás en el Reino Unido.

No te voy a porfiar más Enrique, la vida es un bar y los bares no son otra cosa que los bosques que le quedan a las ciudades ante tanta peatonal. Son el último lugar en donde todavía existe la aventura posible de que te pase algo distinto, de mantener conversaciones transgresoras con amigos marginales, intelectuales, putas y demás bichos raros.

Voy a volver al principio porque como lo adelanté, “este ensayo bien podría terminar como empieza” y voy a respetar ese mandato solo por la estúpida o radical idea de morir con la filosofía de la repetición a cuestas, pero con la impagable sensación de no haberme traicionado a mi mismo. Después de todo, fui yo quien elegí la manía de repetirme, así que vuelvo al principio que no es otra cosa que este final. Hasta que me den ganas de dar otra segunda oportunidad.

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